Una silueta inminente: el camino hacia la aceptación de la incertidumbre
Por Sarah Downey
29 May 2025
“Cuando crees que conoces todas las respuestas, llega el Universo y te cambia todas las preguntas.” Jorge Francisco Pinto

Forcé la vista para captar la críptica imagen en blanco y negro proyectada en mi cabecera. La médica anteriormente animada, que guiaba mi vista por un neblinoso laberinto anatómico, se quedó callada. “¿Qué ves?”, murmuré. Sin desviar su vista de la figura enrevesada frente a ella, la médica declaró, “Hay una masa grande,” antes de seguir moviendo lentamente la sonda fría de un lado a mi pecho al otro. “Pues, ¿qué hacemos ahora?”, le pregunté con una calma que me sorprendió. Nunca había tomado mi salud con calma. Era una hipocondríaca autodiagnosticada que había pasado los últimos meses convenciéndome de que tenía una enfermedad autoinmune. No obstante, al mirar fijamente a la sombra recién descubierta delante de mí, respiré despacio. Los meses de citas médicas y pruebas de sangre, que me dejaron con dolor sin resolver y un agotamiento emocional, ya no me atraparon. Me estaba acercando a una respuesta.
“Voy a pedir un TAC. Pasarán por ti dentro de una hora más o menos,” la médica explicó mientras limpiaba el gel conductor ultrasonido de mi piel expuesta. Me cubrió con una manta tiesa y cálida cuyo olor estéril llegaría a convertirse en un olor que yo conocía mejor que él de mis propias sábanas. “Espera un poco. Llegarán ahora,” me aseguró, cerrando la cortina fina que me separaba del caos controlado - los casos de dolor abdominal, heridas cerebrales y huesos rotos - que persistían fuera de mi habitación cúbica compuesta de tres paredes de algodón. Una masa grande. Me quedé sola con la sombra iluminada por el ecocardiograma reciente. Sin embargo, su presencia inmanente no me asustó. Me sentaba en la cama, indiferente, en un estado meditativo, incapaz de comprender la súbita metamorfosis de mi cuerpo. Me había transformado de un caos encarnado, que sollozaba en una sala de espera abarrotada hace unas horas, al espíritu reposado de un cuasi Buda.
Esta armonía interna me duraría a lo largo de casi la totalidad de mi estancia de veintisiete días entre tres hospitales; me acompañaría durante tres biopsias; me sacaría de la insuficiencia respiratoria y me llevaría a una aceptación de un futuro que no se parecía al futuro que yo había planificado meticulosamente durante mis últimos cuatro años de estudio universitario. Así fue mi hoja de ruta indisoluble: Me graduaría con un título de Español y la Docencia Secundaria y una subespecialización en los Estudios de Género en mayo de 2024. Después de un verano trabajando y ahorrando dinero, me mudaría a Madrid en septiembre del mismo año para cumplir un programa de Máster en Literatura Hispánica. Volvería a Boston University para estudiar mi doctorado un año después. Dentro de cinco años, sería una profesora de literatura y, conforme a mis sueños juveniles, una autora publicada. Ahora, empero, cara a cara con una silueta maligna, observaba mientras que cada fase del plan se descomponía en añoranzas distantes.
No existía ningún margen de error en mi plan anterior. Por lo tanto, la enfermedad no podría existir y, si existiera, no podría afectar mis pasos hacia el éxito auto-medida. La frente me ardía con fiebre. Un dolor profundo, punzante, que ningún medicamento sin receta podía ni siquiera tocar, abrumaba mi pecho y cabeza. Caos interno. Pero, como el comienzo de tal caos coincidía con mis nuevas prácticas como maestra en una escuela local, me empapaba en las aguas frías de la distracción. Sabía que el fuego me quemaba desde adentro, pero yo contenía el humo.…hasta que el caos se intensificó.
Se oiría el fuego entre mis fijaciones en un plan de cinco años. Un leve virus respiratorio que yo había contraído al principio del semestre de primavera de mi último año en Providence College pronto se convirtió en una bestia indomable. La tos seca y apagada que yo tenía a principios de aquel mes, rugía sin pausa al final del mes. El pecho y la cabeza me dolían de nuevo. Esta vez el dolor resultó casi insoportable. Mientras que se acabó el mes, la fiebre se propagaba por mi cuerpo y mi cuerpo ya no sabía dormir. A pesar de mis esfuerzos para dormir tan pronto como a las siete de la tarde, me encontraba con los ojos bien abiertos cuando mi despertador sonaba a las seis menos cuarto la mañana siguiente. Me tomaba unas pastillas de Ibuprofeno, sabiendo que eran inútiles, y me arrastraba de la cama. Me estaba ahogando y apenas eran las seis de la mañana. Me hacía falta algo a lo que aferrarme; sin embargo, me encontré en las profundidades del océano, lejos de cualquier indicación de vida y tierra. El día antes de mi escapada a la sala de urgencias, entré a mi trabajo a medio tiempo en un Girls and Boys Club local, agarrando fuertemente un café como si fuera la única cosa que me mantenía a flote. Observando mientras que mi estado de salud se empeoraba a lo largo de las últimas semanas, mi colega me empezó a proponer sus preguntas diarias. “¿Estás bien?” No. Ya no pude mentir. Antes de que ella pudiera vociferar la primera palabra de la pregunta, me rendí. Sus ojos inquietos suplicaban que me salvara. Percibí las voces preocupadas, de mi hermana, mi mejor amiga y de la única enfermera que había escuchado mis quejas prolongadas, como una súplica parecida. Pelo descompuesto caía sobre mi cara candente. “Te prometo que mañana iré a urgencias”.
Seguí descifrando mi calma recién descubierta mientras la enfermera, que parecía tener la misma edad que yo, abría la cortina, revelando a los pacientes innumerables en los pasillos esperando cuartos y gruñendo de dolor. “Son vulnerables”, pensé. “Lloran, se atormentan así al descubierto.” Nunca había conocido un mayor sentido de vulnerabilidad hasta que entré por las puertas del hospital aquella mañana fría de febrero. Y nunca conoceré una mayor vulnerabilidad que la de ser una paciente. No sabía en aquel entonces que llegaría a experimentar de primera mano la vulnerabilidad que vi en esos desconocidos angustiosos a lo largo del próximo mes y, de una manera nueva y a la vez parecida, en los meses siguientes a medida de que más personas se enteraran de mi diagnóstico.
La joven enfermera me avisó: “Ahora te vamos a llevar al PET”, y me señaló hacia la camilla al otro lado de la cortina. “Tu cuadriga te espera.” le imaginé decir. Al montar la camilla, me acordé de la última vez que estuve en esta sala de urgencias. Tenía ocho años y, durante un partido de juego del corre que te pillo, se me rompió el brazo derecho. Cuando la enfermera me dijo que me llevaría al rayo x en una silla de ruedas, mi versión más joven y dolorosamente testaruda soltó una palabra. No. Nadie me vería en una silla de ruedas. No quería que nadie me empujara, en el sentido más literal de la palabra. La enfermera, derrotada, que me había explicado la norma del hospital sin éxito, me permitió andar al ala de radiología. Ahora, dejando al lado mi independencia orgullosa, me acosté de nuevo y sentí el soplo del aire viciado del hospital mientras un auxiliar agarraba la camilla. Paró frente a una habitación cuya puerta indicaba “radiología” y frenó la camilla. “Te atenderán dentro de poco.” ¿Me estaba dejando en el pasillo, de igual modo que él había dejado a esos pacientes a los que yo había compadecido? Me temblaba el cuerpo entero. Miré hacia abajo. Mis brazos y piernas fríos que sobresalen de la bata hospitalaria que me habían regalado aquella mañana, empezaban a parecerse a los blancos paredes desnundos que me rodeaban. Cerré los ojos y me froté las manos como si estuviera de vuelta en Madrid, esperando el autobús en el frío durante las horas tempranas de la madrugada. Percibí el parloteo pasajero e indistinto de los transeúntes y escuché atentamente, como si lo hubiera hecho en la parada de autobús. Oí a dos visitantes, un hombre y una mujer, que se habían perdido en camino a visitar a su abuela. ¿Me vieron con la misma pena con la que yo había visto a los otros pacientes? ¿Era mi vulnerabilidad igual que palpable a estos dos visitantes que la vulnerabilidad de estos desconocidos había sido para mí apenas una hora antes? En aquel momento, me hice consciente de mi papel cambiante de cuidadora a paciente. Ya no era la maestra que enseñaba delante de una aula llena de estudiantes el día antes, aconsejando a los estudiantes en su búsqueda de respuestas. Ahora yo fui la que esperaba consejo, contando con alguien aparte mí misma, para guiarme a las respuestas.
Lentamente las respuestas comenzaron a llegar. Las imágenes del TAC confirmaron el descubrimiento reciente de la médica de urgencias. Respirando una vez más el viciado aire de la sala de urgencias, eché mano a mi móvil. Mi dedo saltó de carpeta a carpeta en la pantalla de inicio abarrotada hasta que ubicó la aplicación del portal de pacientes. Los resultados de las pruebas. Había pasado los últimos quince años siendo una estudiante que, al mirar un examen corregido, sentía un nudo en mi estomago. Solía considerar cada examen un indicio de mi valor y mi futuro éxito. Los resultados médicos a los que ahora me enfrenté en la pantalla dictaron mi vida a partir de entonces. CT Angio Chest Combo. Mi dedo índice derecho pulsó el vidrio sin vacilar. Findings. A 15 centimeter mediastinal mass surrounding the ascending aorta and compressing the right and left pulmonary arteries. Mis dedos se abarquillaron, alejándose de la pantalla, buscando mi pecho. Me sentaba, mirando hacia adelante, mi mano derecha apoyada en el centro de mi pecho. Una sola lágrima cayó sobre mi cara fatigada. Esta prueba no tenía ninguna nota adjuntada. Ninguna manera de otorgar mérito intelectual, ni de prever mis futuros actividades intelectuales; sin embargo, la examiné más cuidadosamente que cualquier otro resultado que se me hubiera presentado en el aula. No me hacía falta ninguna formación médica para reconocer la gravedad de los resultados; no obstante, el consuelo del conocimiento, de ahora entender el origen de los meses de la agonía física, eclipsaba cualquier miedo que uno pudiera esperar tener ante tal hallazgo.
“La mujer, veinte años de edad, en la habitación 121 tendrá que ser transportada para una biopsia”. Mientras esperaba a que la médica verbalizara los resultados que yo había diseccionado en los últimos treinta minutos, escuché las reverberaciones de las conversaciones de la médica de urgencias que se desplazaban a través de los límites delgados de mi habitación y el resto de la sala de urgencias. La objetividad y precisión en su voz exponían un sentido de urgencia. Me identifiqué como el sujeto de sus conversaciones, y me hundí más profundamente en la realidad con la que había chocado fuera de la sala de radiología.Ahora era paciente. Yo no era la maestra que tenía las respuestas a su alcance. Yo era la estudiante que desconocía y dependía de las respuestas que la médica tenía más allá de la cortina. Antes de que mi mente pudiera sumergirse más en esta corriente de pensamiento, la voz de la doctora decayó y percibí sus pasos inminentes. Ampliando los resultados del TAC, el médico expuso una posibilidad que yo aún no había perseguido: La de la malignidad. Los hallazgos apuntaban al linfoma, una palabra que escuché cientos de veces durante la semana siguiente. “Es muy tratable y sensible a la quimioterapia”. Tras mi llegada al segundo hospital de mi experiencia hospitalaria de tres partes, los médicos repitieron este pronóstico favorable. Aunque se tratara de meras especulaciones, yo confiaba en sus afirmaciones y en sus años de formación médica y, por lo tanto, mantenía mi carácter sosegado.
Esperanza. Empecé a reconstruir el plan de cuatro años que había deconstruido el día anterior al ver el tumor por primera vez. Cumpliría los cuatro meses de quimioterapia frecuentemente asociados con el linfoma no Hodgkin. Para el comienzo del verano, ya no tendría cáncer y estaría lista para irme a Madrid a fines de agosto. En los primeros días de mi último año en Providence College, había trazado un plan perfectamente medido para los próximos cinco años, dejando casi ningún margen de error. Las especulaciones de los médicos formularon mi enfermedad como un obstáculo insignificante cuya línea de tiempo no interferiría con la de mis objetivos profesionales definidos. Estaba satisfecha, sin miedo y absurdamente valiente. Amigos cercanos llenaron mi habitación de hospital con globos, osos de peluche, tarjetas y risas. Pasamos tres días jugando juegos, contando recuerdos universitarios y pidiendo comida mexicana de un restaurante local para combatir la sosa carne del hospital. Hablamos poco sobre mi condición médica. No hacía falta. Estaría bien. “Es muy probable que sea linfoma, pero no te preocupes porque es muy curable y estaré mejor para el verano”. Me aferré a las hipótesis de los médicos y regurgité sus conjeturas a mis amigos. Me hice eco una y otra vez: “Estaré bien”, incluso cuando mi creencia en el diagnóstico de los médicos lentamente se desvaneció en escepticismo.
La aguja perforó mi pecho desnudo. Una daga en busca de respuestas. Mi grito resonaba dentro de una habitación grande, blanca y esteril, en la que el médico que me operaba y sus auxiliares realizaron (intentaron realizar) una biopsia con aguja. Mis ojos, humedecidos por la angustia, buscaron al enfermero a mi lado. Sus ojos se encontraron con los míos. “¿Estás molesta porque planeamos cambiarte de habitación?” Yo estaba asombrada. “No, lo que molesta es que puedo sentir cada pedacito de esta operación”. El médico procedió a clavar la aguja más hondamente en mi piel mientras mi voz pronunciaba una aflicción pura. Una vez más, afronté la vulnerabilidad de ser una paciente - una amplificación de la vulnerabilidad que había sentido en los días anteriores mientras mi cuerpo frío yacía en una camilla en un pasillo bullicioso. Ahora mi cuerpo se enfrentó a un dolor no auto-infligido, sino infligido por las mismas manos en las que había confiado para ayudar en su curación. Mi dolor se quedó invisible a (o, más probablemente, ignorado por) el médico que me cavó con sus manos metálicas. Cerré los ojos durante el resto del procedimiento y me recordé a mí misma que pronto el dolor daría fruto de un diagnóstico confirmado.
Fruto podrido. La tarde después del procedimiento, un médico entró en mi habitación del hospital. Cara recta e incapaz de mirarme a los ojos, la enfermera comenzó a pronunciar algo y se detuvo. Se acercó a mi cama, apoyó su mano en la cabecera de la cama y procedió a hablar. “Tengo malas noticias”. Inmediatamente sospeché que esta noticia se refería a mi reciente biopsia. Mis manos, ocultas por una manta, formaron puños. "El patólogo no recibió muestras adecuadas de la biopsia por punción de ayer para hacer un diagnóstico concluyente". Me imaginé blandiendo ambos puños hacia el médico que había realizado la biopsia antes de relajarme los dedos y dirigir mi mirada hacia la portadora de la mala noticia reciente. “¿Qué significa esto?”, pregunté con severidad. Me acordé de la aguja en mi pecho y me estremecí. No permitiría que mi cuerpo se sometiera al tratamiento que había recibido apenas veinticuatro horas antes. “Podríamos repetir la biopsia por punción, pero existe una alta posibilidad de que vuelva a fallar. Su siguiente mejor opción es una biopsia quirúrgica”. Habíamos hablado de la posibilidad de una biopsia quirúrgica el día de mi traslado al hospital. Esto conllevaba riesgos que no estaba dispuesto a correr en ese momento. El procedimiento quirúrgico requeriría que me sometieran a anestesia general. Sin embargo, el tumor monstruoso en mi pecho causó una inmensa tensión en mi corazón y, como resultado, dificultó mi respiración. Existía la posibilidad de que sufriera insuficiencia respiratoria si me sedaban. Ahora, el médico reintrodujo el riesgoso procedimiento como la “siguiente y mejor opción”, a pesar de señalar que podría terminar en la unidad de cuidados críticos como resultado de la operación. Me costaba confiar en los médicos, que no habían podido realizar correctamente una biopsia por punción, con un procedimiento más complejo. Necesitaba sopesar mis opciones. Necesitaba un tiempo que no tenía. El fruto que produjo el dolor de mi primera biopsia estaba podrido.
La puerta de mi habitación del hospital se abrió. Pasos firmes y seguros marcharon hacia mi cama. Esperaba amigos más tarde ese día; sin embargo, todavía era temprano en la mañana del domingo. La hora de visita apenas había comenzado. El furor con el que avanzaba cada paso me sacó rápidamente del trance inducido por TikTok. Mi tío, con los ojos muy abiertos y los labios fruncidos, omitió cualquier “hola” o “¿cómo estás?” y sustituyó estos saludos por un sermón largo y apasionado. El tío Paul había pasado por la quimioterapia y un trasplante de médula ósea once años antes, inmediatamente después de recibir el diagnóstico de linfoma no Hodgkin ya en etapa cuatro. Me había acordado vagamente de su cabeza rapada y su rostro pálido; sin embargo, anteriormente no había logrado reconocer el peso emocional de estos cambios físicos. Con ambas manos en las caderas, caminó por la habitación, deteniéndose para mirar por la pared de ventanas que daban al horizonte de Providence. “No soy una persona religiosa, pero vinieron a darme mis últimos derechos, Sarah”. A pesar de que su mirada se desvió de mi cama de hospital, su perfil reveló una secuencia de gotas que se perseguían verticalmente sobre su estrecho pómulo. “Me dijeron que solo me quedaban días”. Sentí el dolor en sus ojos mientras miraban solemnemente el cristal, como si su propio miedo a la mortalidad le devolviera la mirada. Escapó del cautiverio en el que lo había retenido el monstruo de su pasado y lentamente cambió su postura hacia mí. “Pero ahora estoy aquí. Esos médicos me salvaron”. De repente, una positividad forzada se apoderó de la parálisis horrorizada que lo había vencido apenas unos segundos antes. "Unos años después de mi remisión, volví a ver a mi oncólogo para revisar las imágenes de la TEP inicial", comenzó. Un tímido residente de oncología observaba las imágenes desde un rincón de la habitación mal iluminada. "Entonces, ¿hace cuánto tiempo murió este paciente?" Su superior respondió a la pregunta con un sutil movimiento de cabeza hacia el hombre que estaba sentado en un rincón de la sala de examen. Mi tío llevaba diez años en remisión. Los numerosos tumores que aparecieron en todo su cuerpo en esta exploración inicial desaparecieron en el transcurso de seis rondas de quimioterapia. Estaba curado, vivo y bien. Si bien los relatos de mi tío me conmovieron, luché por comprender el propósito fundamental de su aparición matutina. El duro y sabelotodo que siempre ha afirmado inconscientemente las nociones tradicionales de masculinidad en las fiestas familiares era la última persona que esperaba que llorara en mi habitación del hospital antes del desayuno. "Gracias", fue todo lo que pude murmurar. Aprecié su crudeza agridulce, una efusión de miedo y esperanza, arraigada en una impotencia infantil ante una enfermedad que no era la suya. “Sarah, tienes que salir de aquí. Te están matando aquí. Tienes que ir a Boston”. El malestar y la incertidumbre que había experimentado en el hospital actual respaldaban sus demandas. No basaría mis decisiones médicas únicamente en los relatos de mi tío, pero, sumado a mi propia cautela, sabía que un tercer transporte a Boston era mi última esperanza de obtener un diagnóstico preciso.
Llegué al piso siete del tercer hospital al atardecer. Después de cuatro días de constantes visitas, anhelaba la soledad. Las enfermeras entraron y salieron rápidamente de la habitación, mi madre se acomodó en un sillón reclinable cercano. Mi ansia de soledad permanecería como un abrevadero en medio de una sequía: insaciable. Esa noche sentí el marcado contraste entre este hospital y el anterior. Ya no me distraía la presencia de mis amigos más cercanos ni me cegaban las falsas especulaciones diagnósticas de mi anterior equipo médico. Me quedé en la oscuridad, inmovilizado por la presencia de un meteorito que se precipitaba hacia mí, una realidad de pruebas, dolor y espera que se acercaba rápidamente, en la que los médicos descubrirían la verdad sobre lo que había dentro de mí. Un equipo de médicos realizaría la biopsia quirúrgica que había sugerido el último hospital. Tenía confianza en sus capacidades, pero dudaba de la capacidad de mi propio cuerpo para sostenerme durante la operación. “Como estoy seguro de que ya sabrá, existe el riesgo de insuficiencia respiratoria”, advirtió el anestesiólogo jefe mientras permanecía firme frente a mi cubículo preoperatorio. Lo sabía. También sabía, tan bien como él, que no había otras opciones. Sin embargo, a diferencia del hospital anterior, sabía que los profesionales médicos que estaban frente a mí sostendrían mi vida cuando mi cuerpo no pudiera hacerlo por sí mismo.
Renacimiento. Cuando desperté, una ráfaga de aire frío reemplazó mi aliento. Sentí como si hubiera nacido de nuevo, teniendo que aprender, al alcanzar la conciencia, a respirar por primera vez. Torpemente moví mi mano hacia mi boca para percibir la enorme máscara y el tubo que sobresalía de mi cara. Esta vida sería más corta que la anterior. Sin embargo, entré con la aceptación de mi propia mortalidad, una aceptación que cultivé en mi vida anterior, con la que ahora estaba dispuesto a coexistir. En los días que siguieron a mi renacimiento, gateé. A pesar del conocimiento espiritual con el que había entrado en esta vida, sufría por mi falta de comprensión sobre la clasificación precisa del tumor que se alimentaba de mí. Cinco días después, en una habitación impregnada de rostros desconocidos de médicos, comencé a caminar. El optimista plan de tratamiento de cuatro meses para el linfoma pintado por las especulaciones del hospital anterior se deterioró al ver el informe patológico final. Angiosarcoma. "Los sarcomas representan aproximadamente el uno por ciento de los cánceres y, bueno, los angiosarcomas representan aproximadamente el uno por ciento de los sarcomas", señaló uno de los rostros. Más pruebas revelarían que el tumor había llegado a mi aurícula derecha, lo que hacía que el diagnóstico fuera aún más inusual. Los miembros de mi familia estaban y todavía están aterrorizados por la rareza de la enfermedad. Sin embargo, en medio de lo que parecía una tormenta de nieve de preguntas y respuestas entre mis familiares y los médicos, yo yacía haciendo ángeles de nieve. “Bueno, ¿cómo se enfermó?”, exigió mi madre respuestas. Un médico sugirió una mutación genética. Otro intervino y sugirió que me sometiera a pruebas genéticas. Su superior, un médico principal con experiencia en sarcomas, siguió: "Podría ser una suerte de mierda". Preferí su respuesta a las demás. Probablemente fue simplemente una “suerte de mierda". Pienso con frecuencia en la exclamación del médico y la repito a menudo cuando me preguntan sobre la causa probable de mi cáncer. Esta respuesta de dos palabras me ha salvado de tener que mentir sobre una respuesta que no sé ni me interesa saber. Aunque espero que algún día se conozca una causa que ayude en la prevención de enfermedades, no será así durante mi vida. En cambio, me concentro en lo que permanece dentro de los límites de mi vida. Tengo una enfermedad terminal. Respiro profundamente, me sonrío en el espejo y repito: "Tengo un cáncer terminal, pero ahora estoy viva". En medio de mi diagnóstico, observé desde mi cama de hospital y me enfadé con aquellos cuyas preguntas giraban a mi alrededor como ráfagas implacables. Hice una pausa antes de que la ira se apoderara de mí. Respira, Sarah. Respira mientras puedas. Comencé a contextualizar mi vida tal como lo hago ahora en el espejo de mi habitación. "De todas las personas en esta sala, lo más probable es que tú mueras primero". Me golpeé con la realidad pura y dejé que informara mis acciones. "Tienen más aliento que desperdiciar en preguntas hipotéticas, más energía que desperdiciar creando tormentas de nieve en las habitaciones de los hospitales". Me recosté para ver caer la nieve e inhalé profundamente.